lunes, 27 de julio de 2009

Ofri el sillopa...

Otra vez como tantas me encontraba ahí, sumido en ese ambiente lúgubre y misterioso sin seguridad ni certeza de cual era mi objetivo o meta, pensando de a flashes en como encontrar la solución a la incógnita, incógnita que ni siquiera sabía cuál era.
El sombrío universo que se proyectaba bajo el manto negro producido por la enceguecedora oscuridad de aquel pasillo comenzaba a incomodarme, más allá de que yo no estuviera en condiciones de darme cuenta por qué.
El tiempo transcurría de a poco, de la forma más lenta posible, recreando en mi mente un enorme reloj que hacía retumbar en lo más profundo de mi cabeza cada golpe que daba su aguja al avanzar, mientras los segundos se arremolinaban y me golpeaban el rostro como gotas de cristal. Esa sensación se expandía por todo mi cuerpo, acompañando aquellos golpes con los latidos de mi corazón, que lograban conformar una melodía seca y vacía que aumentaba notablemente la tensión del ambiente.
Ese pasillo tan misterioso, producto de la oscuridad sofocante que reinaba en el mismo, me impacientaba hasta tal punto en que llegué a sentirme preso de mi mismo. Yo sabía que estaba ahí parado, solo, sin ningún objetivo claro, teniendo a mi merced la elección de irme si tenía ganas. Pero algo me obligaba a seguir ahí, preso, sin poder moverme. Algo que no entendía muy bien que era.
La oscuridad cada vez me atrapaba más, y tuve la sensación de que mis pulmones se cerraban paulatinamente, asfixiando mis emociones. La densidad negra me encerraba, me apresaba, como si estuviera respirando un denso humo. Quizá ese sentimiento lo exageraba mi propia condición física, producto de las tardías horas en que se estaba desarrollando el hecho, habiéndome levantado de la cama de golpe, sudando, y de un momento a otro ya me encontraba parado ahí, en aquel oscuro pasillo, sin explicación alguna.
El frío de la noche tornaba todo aún más insoportable, produciendo en mi piel un efecto demasiado molesto que reducía mi cuerpo a un artefacto inútil, que en lugar de ayudarme a salir de aquella situación, empeoraba las cosas. Ni siquiera aquellas ondas de calor emanadas desde algún rincón vacío de esa larga habitación llena de puertas, era suficiente para saciar mi necesidad de abrigo, de protección. Tanto el oscuro ambiente como los escalofríos que dominaban mi cuerpo, lograban ponerme en una escena estresante e irreal, confundiendo y mezclando aquella sombría realidad con los deambulantes delirios de mi mente, conformando así un híbrido e indescifrable estado corporal y mental. Tampoco me atrevía a abrir ninguna de esas puertas, por miedo a encontrar cualquier cosa allí adentro, temiendo a ser tragado por lo desconocido. La incógnita corrompía mi alma, logrando que el temor aumente más.
Pero con el correr de los segundos, acompañados por mis desalentadores suspiros de insatisfacción, todo comenzaba a ponerse un poco más claro.
Poco a poco, el lento transcurrir del tiempo, le otorgaba a mi cerebro la oportunidad de procesar aquel escenario cada vez más con mayor exactitud. Los notorios intentos de ese tiempo y lugar de jugarme una mala pasada buscando mi paso en falso, mi titubeo y mi rendición, comenzaban a hacerse cada vez más débiles, permitiéndole a mi cabeza pensar cada vez más claro y preciso.
Ese oscuro pasillo sumido en aquella viva oscuridad, o que por lo menos parecía estar viva, dejaba de ser el agravante principal del momento. Lentamente, fue surgiendo en mi castigado, tembloroso y helado cuerpo un sentimiento, una opresión, que aumentaba con el correr de los segundos dejando atrás aquel retumbante reloj imaginario, aquel frío irresistible y aquel encierro en la oscuridad. Esa opresión surgía en mis entrañas, y era la causa de mi presencia en aquel sombrío lugar, al que yo le había dado, gracias a mis sentidos, el nombre de “Pasillo”. Sentía como esa opresión me forcejeaba desde adentro, volviendo inútiles mis esfuerzos por estar cómodo, tranquilo. Pero aún no me quedaba en claro que era lo que estaba haciendo allí parado, en ese pasillo vacío, rodeado de puertas negras, casi invisibles en la aún más negra oscuridad. Era como si estuviese esperando algo, alguna señal que me indicara como liberarme de todo aquello que me oprimía. Esa presión interna, ahora también la sentía en mi pecho, y comenzaba a sentir sus intentos de escapar de mi cuerpo. Pero no sabía como. Intenté liberarla gritando, pero la voz no me salía. Quizá mi instinto de ser humano me privaba de liberarla en aquel instante, esperando que llegase el momento exacto, de una forma astuta y perspicaz, como si estuviera todo planeado.
Seguía pasando el tiempo y ya todo se volvía más claro, más lógico. Y era así. Estaba parado allí, esperando algo, en un pasillo oscuro y frío, deseoso de liberar aquella opresión de mis entrañas. Y fue así como llegó el momento en que la oscuridad comenzó a paliar y el ambiente tan denso se volvió más agradable. Fue aquella luz que me salvó de toda esa negra neblina de pesada angustia. Ese veloz destello fue la señal que me indicó que ya era la hora. Ahí fue cuando el sombrío pasillo atenuó su amenazante atmósfera, y me di cuenta de que no era tan grave después de todo. Al fin y al cabo, no era la primera vez que me encontraba allí, y siempre todo terminaba igual.
Mi mamá salió del baño, y por fin pude pasar, encontrando ahí la oportunidad de liberar placenteramente aquel liquido amarillento que muchos llaman orina, eliminando aquella abrumadora presión en mi cuerpo y dejándolo en óptimas condiciones. La espera fue estresante, pero finalmente valió la pena. Levantarme de noche para ir al baño, al fin y al cabo, era común para mi, pero recordé como siempre me molestaba esperar en el pasillo.
Entonces, con el acto consumado, ya me encontraba en condiciones de volver a la cama de vuelta, victorioso por haber vencido al lúgubre pasillo y sus estrictas condiciones, aunque solo fuera el pasillo de mi casa, que otra vez como tantas, volvió a jugar como sala de espera en aquellas noches frías de invierno…

jueves, 23 de julio de 2009

Insensibles

La avalancha de acartonados minutos choca contra la escollera de su pecho, que con su vaivén estático logró descolgarlos de los escaparates de una quiniela cercana; los relojes pulsera gatean hasta sus pies y le tarasconean los tobillos; los conductores de televisión, con sus programas que comienzan al finalizar el anterior, lo atropellan con sus espíritus de muñeco inflable de gomería para robarle aunque sea un gesto de asco...
La vida siempre fue para él una sucesión de momentos cronométricamente planificados, sin lugar para la sorpresa que representa, por ejemplo, el regalo de un pato para tu cumpleaños... quizás sí tenía sorpresas, pero solo en los momentos pautados para ello. Muy feliz en su cubículo de prefabricada alegría, trabajó durante años retapizando las paredes con paisajes caribeños, rutas perdidas en la montaña, pueblos desconocidos con habitantes extrañamente familiares, amigos imaginarios que lo saludaban cada tanto... Quizás fue víctima de otro mito publicitarios, quizás solo lo deseó, pero un día la Duracell, que rinde más que las otras, extinguió el andar incesante de su redondo reloj de pared con números romanos; el gentil quiosquero del barrio, sumergido en un tren de pánico o aferrado al último grito de la moda, había remplazado su muestrario de pilas por un hermosa parva de barbijos multicolor...
Quieto, con su orbe temporal impotente en las manos, se percató por primera vez en la vida de que podía sentarse en la vereda y comerce un choripan de diario con una Coca que hace mal...
Pobre diablo...

viernes, 17 de julio de 2009

Mi musa

He vuelto. Aunque solo con motivo de explicar mi lejanía, no de nuestra comunidad si no mas bien del acto en sí de dejar salir haces de delirio de mi mente y poder compartirlos con nosotros. En un principio me pensé muerto, consumido por el sistema hasta la última fracción de mi todo; ya no escucho música, terrible fuente de inspiración, he tenido que recurrir a estrategias como el baño para poder leer de nuevo, la vida misma no me plantea desafíos anecdóticos o quizás mi tacto para identificar los verdaderos problemas filosóficos, como las convenciones de palabras, o los porqué de las formas de las nubes, o lo que piensa un perro en su vida cotidiana, haya disminuído. Ahondando en mi cabeza busqué el porque a esta estresante situación de estar media hora frente a la pantalla y no poder aportar en ella siquiera un mísero renglón. He rastreado cada uno de mis escritos en busca de alguna pista que me de a entender en qué estoy fallando, qué ha cambiado tanto que no me deja ser en palabras. Me he dado cuenta que cada vez que me expresaba mi cabeza o mi corazón lloraban, y es ese justamente el problema, la tristeza, mi musa. Es qué tan frío me he vuelto que no soy capaz de llorar mis penas, o peor aún: No hay nada qué me ponga triste. En fin necesito de esas puñaladas en el pecho, necesito de esos ratos de soledad en una habitación oscura con la música acallando mis sollozos. Lo grave de esta situación es que motivos no me faltan. Tengo miedo de haber perdido la capacidad de estar triste.

viernes, 3 de julio de 2009

Ser héroe no tiene precio

Existen montones de cosas que no tienen precio, cuales tienen un valor simbólico que no se cambia por nada.

Hay muchas cosas que el dinero no puede comprar.

La relumbrante oscuridad a diestra y siniestra que rodea la atmosfera de una situación de peligro, suele pasar desapercibida ante el repiqueteo nervioso del corazón, que late con velocidad plagando tu cuerpo de una febril adrenalina, logrando un desesperado impulso por salir airoso de la incómoda situación. Aquella tendencia a desgarrarse el alma con afán de solucionar lo más rápido posible aquel inconveniente que casualmente te plantea la vida en forma de azar, por más simple o difícil que sea, como si se echara a la suerte una moneda de dos caras.
La cosa es que yo estaba ahí, sudando ante la aterradora situación: El cuerpo de ella, permanecía encerrado en un desesperante hecho, preso, inmóvil, sin el aire de libertad que lo rodeaba todos los días. Ella me pedía a gritos que la libere de aquel universo de encierro, provocando en mí la necesidad de hacerlo. Ahí me di cuenta de que no podía seguir mi vida sin rescatarla, sin salvarla, sin ayudarla a ser libre. Por supuesto, ella me devolvería el favor. Si la liberaba, ella me ayudaría después. Mi vida, o por lo menos, ese momento de mi vida, no tenía sentido si ella no era libre. Tenía que rescatarla.
La situación era alarmante: Su delgado cuerpo cubierto tan solo de un tapado Azul Francia, posaba estático bajo aquel inmenso caño de acero, que la dejaba sin posibilidad de escapar. Yo sentía como ella me pedía ayuda, jurándome que me recompensaría. Y poco a poco aquella tensión del ambiente que iba generando este hecho, me penetraba el pecho.
Tuve que decidir. No podía seguir si ella se quedaba ahí.
Tomé el valor necesario, aquel valor que solo los héroes pueden tomar, que más allá de ser héroes por salvarle la vida a la gente y realizar hazañas, son héroes porque con sus actos de honor y valentía se salvan su propia vida, plagándola de un honor indestructible que le vuelca un inmenso sentido de grandeza al correr de sus días.
Entonces me puse en marcha. Levanté el caño de acero, ese que tanto la agobiaba a ella, que luchaba con esfuerzo para liberarse de su cruel pesadilla. Entonces, la dejé en libertad. La saqué de la trampa que le había tendido el destino, y quedó suelta otra vez. Fue ahí en que me convertí en héroe.
Pero ella, aunque cansada por sus esfuerzos, debía recompensar mi acto. Era inmediato. Era casi urgente que lo recompensara cuanto antes.
Aunque aquel drama duró tan solo tres segundos, esos segundos se convirtieron en años para mi y seguramente también para ella.
Por suerte, tuve el coraje de salvarle a tiempo la vida. Pero ella debía recompensarlo. No le quedaba otra salida. Yo debía hacer mi examen de Matemática y ella, como buena lapicera, tenía que prestarse para que yo la utilice, y así graficar en el papel mis conocimientos. Si, “ella”, era mi lapicera. Por eso yo no podía seguir dejándola a ella ahí. Si la dejaba, reprobaba mi examen. Por eso, al darme cuenta de que la había perdido, la encontré allí en el suelo, levanté el pesado pupitre de acero que la aplastaba y le salvé la vida.
Quizá yo debía hacerle algún favor por todos los que me hacía cada día ella. Nunca le pregunté si yo le caía bien, por eso me sentí en deuda, pensando en que quizá ella no me quería, y tenía que hacerme favores sin ganas. Yo siempre la utilicé como un instrumento para expresarme en un papel, pero estoy casi seguro de que ella siempre me utilizó como un instrumento para liberar toda su añeja tinta, que tanto la oprimió siempre desde adentro, liberándose a través mío, soltándose, madurando a medida de que su oscura tinta azul iba desapareciendo, expresando en su idioma escrito lo que a la vez mi mente indicaba, logrando una conexión entre mi mente y su mente, uniendo nuestros pensamientos en un mismo objetivo.
La cosa es que aprobé ese examen. Si no hubiese sido por su ayuda de brindarme recursos para escribir, no hubiese podido demostrarle mis horas de estudio al profesor Conforte. Pero yo también hice lo mío: yo la liberé de su trampa, yo la salvé, y entonces ella me ayudó. Pero yo la había salvado, porque sabía que ella me tenía que ayudar como ya lo había hecho antes, y seguramente yo la había salvado también en alguna otra ocasión, no lo se, no me acuerdo, formándose así un círculo vicioso en el que se incluían dos sujetos: Yo y mi lapicera azul, protagonistas de un lazo excéntrico, compuesto por una extravagante relación de individuos completamente distintos: Uno tenía vida, el otro era de plástico.
Pero que me importan las hazañas de los otros. Solo se que fui héroe y me enorgullezco de eso. Ser el héroe de tu artefacto, aquel que me ayudó a realizar un examen, salvarlo, salvarte a vos mismo. Esa sensación de sentirte un protector, un salvador y un héroe, me corría por las venas embadurnando mi cuerpo de un cálido aroma a victoria. La convicción de lograrlo fue lo que me llevó a cometer aquel acto de valentía, hacia mi lapicera, hacia mí, evitando morder el polvo de la derrota, colocándome en lo más alto del podio, subiendo la escalera del Olimpo, sentándome en el trono del triunfo.
No cambiaría por nada esa sensación de ser un héroe.

Hay muchas cosas que el dinero no puede comprar.

Ser un héroe no tiene precio… Para todo lo demás existe Master Card.

miércoles, 1 de julio de 2009

Sentidos...

El tiempo corre hacia la derecha. Todos los autos son diestros; sólo utilizan su izquierda para sobrepasar a los otros. La Tierra gira en sentido horario...
Cuando uno encara por primera vez una escalera, lo invade una extraña sensación de bienestar, quizás por esa pequeña pero poderosa intuición de que lo que trae como corolario es algo mejor, algo sublime (con sus diferentes grados de sublimidad en función del material, la amplitud y el diseño, propio de cada escalera). En esos instantes preciosos que corretean en el umbral, saltando y rodando por los primeros escalones, la mente se regocija en la fantasía de lo que promete, vislumbrando el futuro luminoso que espera unos niveles más arriba. Inmerso en ese mundo onírico, no se percata que el horror acecha tras un recodo del sueño; a un paso nada más, emerge de las entrañas de la tierra la mismísima garganta de los infiernos, una caverna pronunciada que amenaza con devorar al incauto que, en un descuido, deslice su pie peldaños abajo. Este mundo de tinieblas, con sus halimañas crueles y horrorosas, sacude al escalerófilo de su deleite espectante, obligándolo a correr escaleras arriba hacia el ansiado paraíso. Dispuesta a no perder ni un solo bocado, la gran boca debora los escalones que van quedando atrás. Nuestro aventurero se sumerge en una frenética carrera evasiva, tratando de alcanzar la luz que se escurre. En un instante decisivo, valiéndose de todas sus fuerzas, se lanza de un salto al umbral luminoso que espera a unos metros. Las tinieblas han perdido un especímen más para su colección demoníaca.
Se incorpora del suelo, aún late su corazón atropelladamente, el peligro a pasado. Levanta su vista hacia el paraíso prometido; no está solo. Un alud de personas le golpean la cara...
Mejor hubiera sido quedarse un rato más en el subte...