El árbol era arrugado, húmedo y
arrugado, como el cuajo o como una corteza de pan mojada en la leche; las
zapatillas resbalaban al mínimo movimiento; la ropa se empapaba al instante.
Sus hojas colgaban casi con asco, tratando de alejarse cuanto podían de aquel
tronco lloroso; soñaban toda su vida con el otoño, con morir cayendo lejos de
su mohoso captor; el bosque se retraía en un claro como un paréntesis en el
trazo del paisaje. Solo aquel taciturno muchacho insistía en penetrar en su
copa, alcanzar sus ramas más altas, recostarse en su tronco y mirar a las
estrellas que se burlaban desde las alturas. Tal vez sólo él comprendía que
esas melancólicas emanaciones eran el llanto eterno por el implacable devenir
de las horas; o quizás eran una forma de congelar el tiempo, de sustraer su
taciturna estampa de las voraces arenas en que se desgranan los días.
Solo un día comprendió que la
mejor forma de vivir a la ribera del tiempo es en el remanso que se forma en
los labios de una mujer cuando susurra su amor en tus labios.