viernes, 27 de mayo de 2011

A mis Hermanos

Cuando comencé a pensarnos merodeando por los mismos espacios, compartiendo el aire y el vino, riendo y cantando, durmiendo y viviendo nuestras vidas como hermanos, solo pude imaginarme una pequeña parte de lo que hoy somos. Los amaneceres entre soles imponentes y mates bien cebados; los anocheceres de charlas de pasillo y guitarras susurrantes; las cenas consensuadas y amasadas entre todos; las trasnochadas infinitas acompañadas de amigos que son como los de uno; las palabras que nacen desde el alma y las cargadas que nos acechan tras cada tropezón; el hambre y el derroche compartidos; la mesa bamboleante y los bancos del viejo; la heladera de la Kela y la pavita del tío; cada rincón de ese que es nuestro mundo está cargado de nosotros, de lo que somos y lo que queremos. Nunca me sentí tan en casa como con ustedes. Ustedes, mis hermanos, son una parte muy importante de lo que hoy me hace una persona tremendamente feliz.
Los quiero con toda el alma.

Solo palabras...

La posibilidad de que una frase se convierta exactamente en eso que intenta evitar, la soledad, está directamente relacionada con el largo de la misma, el ancho del espacio que separa a dos personas que solo se sueñan como tales, la espesura del cabello de esa chica que me miró tan sensualmente para luego marcharse calle abajo, el dolor que queda en las entrañas cuando en la cama ya se esfuma ese aroma a tarde soleada de otoño.
Cuando en la penumbra de una noche dos ojos tímidamente salvajes te regalan tantas sensaciones, articular siquiera una palabra para acercarse a eso que estalla en el pecho, resulta desesperadamente imposible. Quizás se piense que la agitada espera de un despertar a dúo, distorsiona la hermosura de un gesto, de una palabra apropiada, de una caricia en la cara que acompaña a un beso. Pero un cigarro compartido en una vereda que se despabila junto a vos, es la prueba insoslayable de que el abrazo que te despide es mucho más que el anhelo de caminar tras de ti por un pasillo a oscuras hacia el final inexorable.

jueves, 26 de mayo de 2011

Mi gran hazaña

Yo estaba podrido de un otario bravucón, no solo porque odiaba a los bravucones, sino porque odiaba más a los otarios. Indignado por una golpiza que me había propinado (en la cual mis costillas fueron su bolsa de boxeo), me fui caminando a mi casa a paso de liebre. En realidad, a paso de humano que va rápido. En eso, por esas casualidades de la vida, mientras miraba el piso de manera resentida, me encontré una moneda. Lo primero que hice fue agacharme para juntarla e, inmediatamente, la raspé con mi uña para sacarle una tierrita que tenía pegada. Eran 25 centavos. 25 miserables centavos. 25 mil razones para lanzarlos al río, o 25 segundos para comprarme un par de chicles en el kiosco. Pensé primero en regalárselos a un niño pobre que pasaba por ahí, pero no me animé a encararlo. Luego me di cuenta de que si él no venía a pedirme, yendo yo iba a quedar mal. Era como que le dijera: "tomá, porque sos pobre". Además me di cuenta de que con 25 centavos no iba a lograr nada. El chico iba a seguir siendo igual de pobre. Con esa inservible moneda no le iba a dar de comer a nadie, ni una mejor vida a nadie, ni trabajo a nadie.
"Ni trabajo a nadie..."
Me volví caminando para la escuela. Estaba a dos cuadras, así que no tardé en llegar. Cuando me encontraba a 20 metros de la puerta, lo ví. Era el bravucón que salía solo, sin sus amigos, y caminaba a paso lento. Cuando me vio venir, sonrió. Yo no estaba seguro de lo que iba a hacer, pero cuando ví esa sonrisa maligna en su rostro, ya no me importaba mi inseguridad. Caminé unos metros, me acerqué a él, tomé carrera, y, cuando me encontraba a no más de un metro y medio de distancia de su enorme cuerpo, le revolié mi moneda de 25 centavos. Un grito seco por parte del grandulón, y, cuando abrí los ojos, lo ví agarrándose la boca. Cuando se sacó la mano, ví que le había partido un diente. Me fui corriendo.
Una vez en casa, ya estaba más contento y reconfortado: Con tan solo 25 centavos, le había dado trabajo a alguna persona. Los dentistas siempre lucran de alguna manera.

lunes, 23 de mayo de 2011

Adora la noche...

Un delicado aroma a feria se descolgaba de su boca en rítmicas dosis marcadas por el subir y bajar de su pecho. Su rostro reflejaba el apacible sueño en el que se sumergía precipitadamente. Unos ojos, como el bosque devorándote en su espesura, se perdían en los tuyos mientras caían en la nebulosa onírica. Detrás de la quietud de sus gestos se sacudía una tormenta arrasadora, que te devoraba en cada suspiro, y te volvía etéreo con cada beso de su boca. La noche con sus aromas habitaba en su pelo, y un deseo de que nunca amanezca estallaba en tu pecho embriagado de excesos. El tiempo se desgranó frente a los dos cuerpos que fluían con ritmo propio, como un mar azotando una playa desierta. Las horas o los años pasaron sin ser advertidos y el día estalló en la ventana mientras la noche huía escaleras abajo.
El atardecer recibió en sus brazos tu cuerpo atravesado por las heridas nocturnas. Difícil fue comprender la escena que invadía todos tus sentidos; solo un sueño podía ser, pero los recuerdos de aquella hermosa tempestad están gravados aún en tu piel. El amargo del mate te recordó que estabas solo de nuevo.

Tal vez algún día amanezcas abrazado a la noche. Tal vez no. Pero sus ojos que ya se sienten grises y su pelo con aroma a brisa todavía duermen a tu lado.