martes, 24 de noviembre de 2009

Opciones...

La tele encendida era lo único que eludía la total oscuridad del cuarto. Yo estaba acostado en mi cama mirando de a ratos el programa de fútbol nocturno que estaban dando, pero algo en mi cabeza no me dejaba tranquilo. Claro, a la una de la mañana, si tenés todavía algo en la cabeza, tranquilo no podés estar. En mi mente se arremolinaban tres variantes que llamaban mi atención y reclamaban su espacio en mi cabeza. No podía decidirme a cual tenía que priorizar. Era como cuando están dando tres películas en tres canales distintos y no sabés cual elegir, y te prometes mirar una cuando la otra esté en la pausa, pero lo cierto es que la pausa viene al mismo tiempo en las tres películas. Con el correr de los segundos, una neblina adormecedora entorpecía mis sentidos y mezclaba las distintas sintonías de cada temática que rondaba por mi mente.

"Maradona tiene que consultar más con Bilardo, no puede confiar sólo en su experiencia como jugador para llevar adelante una selección como Argentina...", decía Martín Souto en el televisor. Siempre me sentí atraído por ese tipo de debates en los programas de fútbol, especialmente si el tema de charla es la Selección Argentina.

"Sus ojos brillantes me hipnotizaron, me volvieron loco, algo tengo que hacer. Esa sonrisa, esa mirada...". Mi mente abría también su propio debate. Si de una mujer se trata, el debate suele durar horas y horas. No era recomendable a esas horas.

"...Yo me encontraba viajando en bicicleta el día anterior, y ahí estaba mi hermano, lo miré y... Y comencé a caer. Caía por un tunel negro interminable...". El sueño también comenzaba a imponer sus flashes en mi mente.

Yo estaba conciente de cada una de las tres opciones que se me presentaban, pero debía elegir una. No podía quedarme con las tres, sería complicado seguir tres impulsos al mismo tiempo. Era: O el impulso de prestarle atención a uno de mis temas favoritos, o prestarle atención a lo que sentía mi corazón, o finalmente, darle lugar a mi necesidad de dormir.

Si la decisión la tomara bien despierto, primero que la opción del sueño no existiría, y claramente hubiese elegido la segunda, la de la mujer. Esos programas, al fin y al cabo, siempre hablan lo mismo, a menos que den una noticia de último momento, pero al parecer, Maradona todavía no se había tirado en paracaídas desnudo ni había asaltado una tienda con un nunchaku. Simplemente, era un debate sobre lo que todos ya sabemos.

Lamentablemente, en ese momento, mi poder de decisión se ablandaba y las ganas de dormirme crecían, hasta que las tres variables en mi mente se convirtieron en un producto híbrido, en una mezcla absurda e irreal.

Esto es lo que yo recuerdo antes de despertarme al día siguente:




Yo pedaleaba por un camino sinuoso y oscuro, buscando por todos lados una señal de ayuda. Parecía asustado, no estaba muy seguro por qué, pero sentía que alguien me perseguía. La oscuridad era cada vez mayor, y el camino cada vez más angosto. Todo daba a suponer que el camino era interminable. Pedalié unos cien metros más y, por primera vez, divisé a un ser humano en mi extraño viaje. Era el gringo Heinze haciendo dedo con un mapa en la mano. Preferí seguir adelante, ya que en una bicicleta no había mucho lugar para los dos. Nunca se me ocurrió detenerme a preguntarle si conocía el camino. Con sudor en mi frente continué pedaleando, comenzando a sentir un sutíl cosquilleo en el estómago. De repente, la bicicleta perdió las ruedas y las cambió por alas, y comenzó a ascender en un lento vuelo. Sentía que me agarraban por detrás. Me di vuelta para observar, y una muchacha de ojos negros como el azabache estaba sentada detrás mío. Ella sonreía de forma seductora, imponiendo un aire de superioridad. Al notar esto último, decidí situar otra vez mi mirada al frente. Ella me había hipnotizado en un segundo. En un segundo me había vuelto adicto a sus ojos. Cuando volví a mirar hacia atrás, curiosamente, la bella muchacha ya no era tan bella, porque de hecho ya ni siquiera era una mujer. Su rostro anciano y su gran nariz me recordaban a alguien. Cuando ese, ahora hombre, comenzó a hablar, entendí de quién se trataba. Carlos Salvador Bilardo. "Tomate un Gatorei, nene" me decía. Con una maniobra brusca logré hacer que Bilardo caiga de la bicicleta voladora. Tuve miedo de haberme enamorado de él, habiendo confundido esa terrible nariz con una naricita chiquita, o esos ojos cansados con aquellos ojos negros que creí haber visto al principio. Pero estas falsas deducciones llegaron a su fin cuando volví a sentir que me abrazaban por detrás. Otra vez giré mi cabeza y otra vez volvió a aparecer esa muchacha. Su cabello oscuro ahora flameaba por el viento y su sonrisa seductora ahora era más grande. Mi corazón se aceleró de los nervios. No sabía que decirle, pero a su lado me sentía seguro. Por alguna casualidad, ella tenía en sus manos una espada. Una espada plateada. Como si nada, ella movió su espada hacia ambos lados, y por lo visto, cortó las alas de la bicicleta. Ella se esfumó al instante. Ahora, lo que había sido un alto vuelo se había convertido en un descenso violento. Desesperado, traté de hacer toda clase de artimanias para salvarme, pero lo cierto es que el suelo macizo esperaba ansioso que me estrelle contra él. Como por arte de magia, Juan Pablo Carrizo apareció con un par de guantes gigantes para atajar mi caída, y me retuvo entre sus brazos. Pero antes de que pudiese agradecerle, al grito de "¡Salímo...!", me soltó para luego darme una patada en la espalda y mandarme otra vez a volar con bicicleta y todo. Como venía teniendo suerte, esta vez no fue la excepción, y tuve el honor de que la Brujita Verón me pare de pecho. Su gesto elegante me permitió acomodarme, patear la bici para un costado y manotearle la escoba a la Bruja de entre las piernas. Ahora mi viaje ya no era en bicicleta, si no que era un vuelo en escoba. Por primera vez se dibujó una sonrisa en mi cara. Volví a escaparme del peligroso camino para viajar otra vez por los aires. Pero mi mayor temor todavía persistía. Y así fue como se hizo real: La muchacha volvió a aparecer, pero ya no me abrazaba por detrás, si no que ahora apareció por delante mío. Me miró y me susurró: "Ahora la bruja soy yo, nenito". Seguido de eso, me tiró de la escoba. De pronto me encontraba cayendo en picada, ya sin esperanzas de volver a tener la misma suerte que antes. Mientras iba cayendo, otra escoba voladora pasó a mi lado: Era el gringo Heinze que venía con Harry Potter. "Me quisiste cagar, hijo de puta", me dijo el gringo. "Ahora juego Quidditch", agregó después. No supe por qué, pero presentía que todo se volvía en mi contra. Caía y caía, y me acercaba cada vez más al duro suelo. Esta vez, no se si tuve suerte o no, pero en lugar de suelo había una mesa, en la cuál Julio Humberto Grondona estaba reunido con unos hombres de traje y anteojos negros. "Hay que matar a todos los negritos", decía él. Uno de los misteriosos hombres de traje vio que iba a chocar contra ellos y se paró para agarrarme, saltó, pero inesperadamente, un gordito de pelo negro y enmarañado también saltó. Como el hombre de traje era más alto, el gordito estiró su mano. Gracias a Dios no terminé en las manos de ese extraño sorete, y el gordito con la Diez en la espalda logró su objetivo.

Perdí el conocimiento.

Una rueda de prensa era mi escenario al volver a la realidad. Yo me encontraba recostado sobre los brazos del gordito que me había salvado. Él hablaba por el microfono respondiendo cada pregunta que le hacía la prensa. Recuerdo claramente su última respuesta: "Me la van a seguir mamando, porque esto por ahora está en mis manos."

En mi rostro se dibujó una sonrisa al escuchar esas palabras. Esa sonrisa me dio pie para zambullirme en un sueño profundo. Lo último que recuerdo antes de cerrar los ojos, es que había un par de ojos negros como el azabache que me miraban de forma seductora entre todos los periodistas que avalanchaban con preguntas al Diez.