sábado, 19 de septiembre de 2009

Pánico

De golpe me encontraba ahí parado, en esa tenebrosa habitación. Las puertas y ventanas estaban cerradas con cadenas y no había ni una gota de aire limpio para respirar. Encerrado, asustado, gritando y llorando, confundido, sin saber cual era el motivo por el que me encontraba allí. Una habitación sin salida; una sola persona, yo; y un ambiente siniestro, sumido en el terror que generaba la misma habitación, con sus paredes manchadas de sangre y algo aún más espantoso: parecían estar tapizadas con piel humana. El olor asqueroso que emanaba de todos lados, el profundo silencio que horrorizaba aún más todo, la sensación de encierro y las ganas de salir con vida de ese lugar me colocaban en un estado deplorable, irritando mis sentidos y devastando humanamente mi ser. Mis gritos se ahogaban en mi propio llanto y retumbaban sutilmente en la habitación, que además de mí y un antiguo sillón polvoriento, se encontraba vacía. Ningún indicio del lugar en donde había estado (antes de aparecer allí) se encontraba en el lugar. El ambiente era cada vez más denso y aterrador. “Estar en el infierno sería más lindo”, pensé. El miedo extremo que jamás alguien desearía sentir, inundaba mi cuerpo. No me animaba a mover ni un músculo. No quería dar ni un solo paso por el ensangrentado suelo que se extendía por debajo de mis pies. Pedazos de carne, humana supuse, se esparcían por el suelo y las paredes, como si fueran parte de la macabra construcción. “Alguien construyó una habitación con trozos de cuerpos humanos”, supuse yo. Todo era demasiado tétrico y asqueroso. Yo permanecía inmóvil. Solo me limitaba a vomitar cada tanto, a medida que el tiempo se iba consumiendo en aquel escalofriante lugar. Mi sudor logró empapar tanto mi ropa que tuve que quitármela. Me pesaba, era molesta. Hacía muchísimo calor y, la temperatura, parecía ir aumentando. Sólo, allí, desnudo y temblando, sudando, gritando, vomitando y llorando. Parecía estar atrapado en una pesadilla. El tiempo pasaba y el miedo aumentaba. El calor era agobiante. Sentía que me asfixiaba. De a poco, las paredes, comenzaron a hacer un molesto sonido, similar al latido de un corazón. Eso me daba aún más miedo. Volví a vomitar. Me sentía muy débil. Sentía que me moría deshidratado. Me estaba por desmayar, pero utilicé mis últimas fuerzas para seguir conciente, por miedo a lo que me pudiera ocurrir si llegaba a perder el conocimiento. De repente, algo empezó a salir de una de las paredes, lentamente. Era una criatura siniestra, asquerosa, deforme, terrorífica y viscosa. Sentí un escalofrío. Ya no podía vomitar porque no tenía más nada en el estomago. La criatura comenzó a acercarse, despacio, haciendo un débil pero aterrador sonido. No tenía miembros ni articulaciones, más bien parecía una masa deforme, carnosa y pegajosa, empapada de sangre. “Esto no puede estar pasando”, pensé. Tenía que ser un sueño, pero era demasiado real. El miedo carcomía mis sentidos y me paralizaba por completo. Me quedé congelado. Además, ni fuerzas tenía yo para correr. De pronto, descubrí que, en un rincón de la habitación, se hallaba tirado un palo de madera. Supe que eso me serviría para defenderme. Inesperadamente, algo de valor surgió de mis venas. Hice unos pasos, tomé el palo, y miré a la criatura. Ella continuaba acercándose lentamente. Cuando se encontraba a un metro de distancia, mi desesperación me llevó a reaccionar de forma muy violenta. Comencé a revolear el palo de una manera endiablada, machacando con cada golpe a la deforme criatura, de una forma sádica y brutal. Los pedazos de su cuerpo volaban por todos lados, mientras ella gritaba de una forma que espantaría hasta al mismísimo diablo. Su sangre salpicaba mi cuerpo, convirtiéndome en una sola mancha roja. La golpeaba sin parar, intentando descargar todo mi miedo en ella. Finalmente, cuando mis brazos se cansaron, dejé de agitar el arma. La criatura ya no se movía. “Está muerta”, pensé. El desastre producido y el cuerpo desmembrado de la criatura, me situaron en un estado de demencia. Me alejé unos pasos, solté el palo y me quedé inmóvil, temblando, con los dientes apretados de furia. No sabía ni por qué me encontraba ahí, ni quién me había encerrado. Primero pensé en alejarme de las paredes, pero luego mi demencia me impulsó a golpearlas. Volví a agarrar el palo de madera. Repetí mis anteriores movimientos, pero esta vez contra las paredes y ventanas. Allí mi violencia alcanzó el punto máximo. Reventaba todo lo que tenía en frente. La sangre chorreaba y saltaba de todos lados, como si la misma habitación fuese un enorme monstruo con vida. Golpeaba cada uno de los trozos de carne que se me cruzaba por la vista, y ya no solo lo hacía con el palo, si no con mis piernas también. Me había convertido en un salvaje furioso y violento. De repente, comenzaron a escucharse una serie de gritos desgarradores que detuvieron mi asesino impulso. Los gritos provenían de todas partes. Caí de rodillas al blando y carnoso suelo, mientras el miedo me invadía otra vez. Eran gritos macabros. Comencé a temblar y me tapé los oídos. Eran innumerables gritos simultáneos, todos espantosos y espeluznantes. Cerré los ojos y esperé. Al transcurrir unos minutos, creí que jamás se acabarían, pero, finalmente, los gritos cesaron de golpe. Algo había ocurrido, porque un silencio repentino había invadido la habitación. Abrí mis ojos, temeroso, y noté que la puerta estaba abierta. En el umbral se encontraba una silueta. Las lágrimas en mis ojos no me dejaban ver con claridad, pero cuando esa silueta comenzó a caminar hacia mí, pude verla en detalle. Era un hombre. Estaba vestido de traje y antejos negros. Tenía una corbata colorada y su rostro se parecía al del típico galán de Hollywood. Parecía no haberse afeitado en unos cuantos días. Su peinado era común, cabello negro, corto. Tenía un maletín negro en su mano derecha. Se acercó tranquilo, con una sonrisa. Se movía de una forma muy lenta, aparentando estar muy relajado y demostrando que aquel aterrador escenario no le asustaba en lo más mínimo. Durante un tiempo permaneció callado e inmóvil. Su presencia generaba incertidumbre en mí, aunque era algo intimidante. Pensé en pedirle ayuda, pero supe que el hombre ya se había dado cuenta de que la necesitaba. Me examinó durante unos segundos, giró a su izquierda y apoyó su maletín en una mesita de madera que, a mi entender, antes no estaba. Lo abrió. Sacó unos papeles y volvió a sonreír. Aclaró su garganta y luego comenzó a leer en voz muy clara:
-“El acusado trecientos treinta y seis, que permanece en la habitación doce acusado de robarle la felicidad al mundo, debe declarar su situación.”- Esperó unos segundos. Seguido de eso, me preguntó lo siguiente:
-¿Culpable o inocente? Responda una de ambas. Cualquier otra respuesta le otorga la decisión al juez.
El miedo que yo tenía, le cedió el lugar a la duda. No sabía de qué me acusaban, ya que me parecía no haber hecho nada parecido a robarle la felicidad al mundo. O eso creía yo. Entonces, me limité a preguntarle quién era él.
En su cara se dibujó una sonrisa. Me observó durante un tiempo, y luego habló.
-El acusado no respondió. El juez decide.- Dijo él, con la misma tranquilidad de siempre. El olor a podrido a el sofocante calor no parecían molestarle.
Se acercó hacia mí, me tomó del brazo, luego me soltó y se dirigió otra vez a la mesita. Buscó una lapicera en su maletín, me alcanzó el papel que había leído y me dijo que lo firmara. Intenté ver de qué se trataba aquel escrito, pero era demasiado tarde. Un dolor indescriptible surgió en todo mi cuerpo, como si me estuviera prendiendo fuego. Me volvió a pedir que firmara el papel, pero esta vez con un grito. Con mi mano más temblorosa que nunca, alcancé a firmarlo. Al instante, el dolor me hizo soltar la lapicera. Lancé un grito y me caí de boca al suelo. Me estaba quemando vivo. Miré mis brazos y ya no tenían piel. Solo quedaba mi carne que, de a poco, también se consumía. El hombre, que ya me había quitado el papel de la mano, también lo estaba firmando. Al terminar, dejó caer el papel, cerró su maletín y se dirigió hacia la puerta. Mientras yo me retorcía de dolor, alcancé a escuchar lo que murmuraba: “Otro hijo de puta de estos”. Luego lanzó una macabra carcajada, se marchó y cerró la puerta. Aunque mi cuerpo se hacía cenizas, logré darle una última mirada al papel que el hombre había dejado caer. Antes de perder la razón y desvanecerme, alcancé a divisar mi firma y, a su lado, la del hombre. Esta rezaba: “Lucifer”. Lo último que sentí antes de morir, fue que se me erizaron los pelos de la nuca.

Moví mi cabeza de lado a lado. Ya no me encontraba en esa habitación, si no que ahora me encontraba en un supermercado, parado frente a una góndola de alimentos enlatados. Todo había sido producto de mi imaginación. Saqué la lata de picadillo del bolsillo de mi saco, y la coloqué en el changuito. “Mejor la pago”, pensé asustado. Luego observé la lista de productos que había confeccionado mi mujer y me dirigí en busca del siguiente: Detergente.
“Magistral rinde más”, pensé.