jueves, 28 de octubre de 2010

Manuscrito Anónimo

Una persona cualquiera. Una calle cualquiera. Un lugar cualquiera en un mundo cualquiera. Tres calles arriba una persona cualquiera derrama una lágrima cualquiera por su cualquieril mejilla. Cual quiera que sea el motivo, esa bolita de agua salada se estrellará en la vereda sin llamar la atención. El anonimato de su muerte es el fiel reflejo del ojo anónimo que la engendró; ojo que se emborracha de anónimas miradas en la anónima calle del anónimo lugar de ese anónimo mundo. Aquella persona cualquiera (que podría ser cualquier otra) ama sin saberlo a la persona anónima que llora en silencio calles arriba. Ésta, aunque no lo sabe aún (¿lo sabrá en algún momento?) derrama sus lágrimas por aquel amor que los une y los separa a tres cuadras de distancia. Sus vidas son una sola desgarrada en dos personas que se buscan eternamente.
Un paso de ésta es un paso de aquella. El amor se encuentra a tres calles cualquiera de distancia, siempre a tres calles. Los amantes ignorados, ignorando ese detalle, creen encontrarse en los rostros anónimos que pueblan sus vidas anónimas.

Los teóricos del Big Bang creen que en el medio de la Nada estalló el Todo. Resulta difícil concebirlo. Solo nos queda la certeza de que nuestro amor anónimo se despierta cada día a nuestro lado (y quizás no, pero eso no es lo importante).

lunes, 25 de octubre de 2010

El payaso que una vez fue

Una corbata azul era todo el colorido de ese aburrido payaso. Su semblante serio y su mirada intimidante creaban una atmósfera desafiante para todo niño y adulto que se animara a mirarle la cara. Él segregaba un pegajoso olor a insatisfacción que entumecía el ambiente en sus actuaciones. De mala gana, se limitaba a hacer algún que otro gesto con la cara, aunque solo se tratasen de muecas que reflejaban incomodidad. Claro, lo contrataban sin conocer sus verdaderas cualidades, y al encontrarse con su manera de actuar, sus contratadores se veían estafados. No querían ver desfilar por sus pasillos a un payaso infeliz. El mismo efecto producía en su público.
Cuando era despedido, terminaba en otro lugar, haciendo el mismo show, con las mismas malas ganas. Su rostro desinteresado era una constante en su figura. Su corbata a veces cambiaba de color, pero no dejaba de ser el único color que resaltaba en su imagen.
Un día se dio cuenta de que para ser payaso, uno tiene que hacer reír a los demás; y además hacerlos reír por voluntad propia, porque de nada sirve que se rían de uno sin que uno esté de acuerdo. Pero más allá de las risas, lo importante es trabajar con ganas. Fue entonces cuando decidió abandonar esa lamentable vida que llevaba, ese circo cruel que él mismo se había generado, se preparó y se dedicó a otra cosa. No importa a cual, si no que era algo que le gustaba, por lo menos, mucho más que seguir siendo un amargo payaso de circos crueles.
Claro, ésta vez si se lo veía feliz. Sonreía debés en cuando, y, una que otra vez, le sacaba alguna carcajada a alguien. Lo curioso es que en ésta ocasión tampoco tenía trajes coloridos y mucho menos una nariz roja, pero por lo menos nunca se había vuelto a poner ninguna de esas corbatas que solía usar mientras era empleado en trabajos medio pelo, por dinero más que por convicción. Payaso en el sentido ridículo.