sábado, 8 de septiembre de 2012

Hasta nunca

Llegó de hacer las compras para el almuerzo, se sacó el saco, se puso el pongo y se sentó en la mesa de la cocina, madera de roble, trabajo de su cuñado el carpintero. Agarró un bollo de pan y se lo mandó entero al buche. Lo mordisqueó con violencia y lo masticó como si fuese la molleja de una vaca añeja. Se tiró un cuete. No le importó, pues estaba entre varones. Su hijo, el cabeza de zapallo, le gritó que era un cochino insoportable. Él no le contestó un coño. Se sirvió un tantito de vino rosado en una copa y lo bebió en un santiamén. El cabeza de zapallo molestaba a mansalva. En ese momento se encontraba tirando buluquitas a su hermano mayor, un ser obeso y de manos enormes. Separó a sus hijos cuando estos se fueron a las manos y le metió un chirlo en el culo a cada uno. Miró la hora y era la una, la puta una. Debía ir a trabajar para pagar la hidrolavadora. Insultó a Dios y se cagó también en su madre. Acto seguido, se sacó el pongo y se puso el saco. Advirtió represalia para sus herederos si llegaba a enterarse de alguna macana que se mandaran. El hijo obeso, es decir, el gordo hijo de remil puta ese, se quejó a diestra y siniestra. Él no lo escuchó. Abrió la puerta y se marchó. Nadie supo bien por qué. A Paris, ella, su mujer, se había ido. Él había quedado encargado de la casa y de sus hijos. Esa tarea le fue un trajín insoportable. El cabeza de zapallo le curtió la existencia hasta la llegada de la mujer. Una vez que ella se hizo presente en el portal de la casa, tras quince meses de ausencia, él la saludó con un beso en la mejilla. Sin darle explicaciones, se largó, abandonando a su familia para siempre. Lo último que oyó antes de tomarse un taxi y alejarse al fin su mujer y de sus hijos, fue el grito de algún capricho del cabeza de zapallo.