viernes, 10 de octubre de 2008

Espejismo

El otro día pensaba, mientras trataba de reproducir el estilo de Dolina, en la paradoja del imitador, un ser extraño, amante de lo ajeno, un hombre que lleva al extremo el mandamiento de amar al prójimo como a sí mismo. Este amor tan ferviente, que moldea la propia imagen con el otro como ideal, lleva escondida su propia negación: la ineludible diferenciación del imitador respecto de su modelo. Por esencia la imitación nunca puede ser exacta porque en tal caso sería imperceptible u ominosa; en el primer caso la semejanza se transformaría en identidad impidiendo reconocer la copia del original; el otro efecto es el resultado de la constatación, la conciencia, de aquella identidad. Esto último se da en algunas situaciones muy excepcionales de la vida (como cuando conocí al jugador del Olimpiakos de Azul y se me representó una escena del oscuro cuento de Cortázar, Lejana). La imagen del doble es ominosa (ya lo dijo un viejo barbudo). Aunque la palabra sea intraducible, lo esencial es la experiencia de un reflejo corpóreo, con voluntad propia, capaz de hacernos dudar sobre si nuestra existencia no ha sido eternamente el calco de aquel otro.
En el otro extremo aparece el imitador, quien como dije es inexacto por esencia, éste se vale de la exageración de algunos atributos sobresalientes para tornar lo ominoso en humor caricaturesco. Solo eso explica la gracia que nos causa el doble ridiculizado, que ha perdido su potencial de muerte y solo amenaza con la burla.
Precisamente en ese punto creo que recide la atracción del imitador por emular al prójimo; sobre todo por el hecho de que sus víctimas son personas destacadas, pudiendo, a través del personaje, compartir un poco del lugar de privilegio de aquel al tiempo que lo defenestra con su dramatización.
Triste la vida de Mario Devalis...