sábado, 15 de mayo de 2010

Uno se lo busca

Diez metros separaban a El Animal™ de su objetivo. Aunque podría decirse que más que objetivo, era su presa. El silencio era absoluto. Una silueta negra caminaba presurosamente por aquella calle tan callada como oscura. Los segundos se volvían años, aunque eso, la silueta, no lo sabía. Un frío atroz reinaba en la misteriosa escena, y para El Animal™, era el momento de actuar. La silueta, su presa, cada vez caminaba más rápido, porque a ninguna silueta le hace gracia caminar en un escenario tan propenso a cualquier cosa. Y cuando hablo de cosa, estoy hablando de barbaridad. El Animal™, lento y sigiloso pero contundente y certero, tenía como costumbre hacerse de sus presas por la espalda, siempre por la noche, y no porque temiera hacerlo de día, de hecho, no había nada a lo que El Animal™ temiese, pero en la oscuridad todo se volvía más fácil. Además, él consideraba una falta de respeto hacia el sol derramar sangre durante su resplandor. La silueta seguía su trayecto recto, pero parecía desesperarse al ver que jamás llegaba a su destino. Sus pasos se volvieron más ligeros. Y fue ahí cuando El Animal™ decidió ponerle el punto final a su propósito. Acortó la distancia caminando a zancadas pronunciadas, desenfundó su cuchillo de acero mongol, le arrebató una marcada ventaja al tiempo que transcurría más lento que nunca, y cuando se encontraba a un par de metros de distancia, se avalanchó sobre su presa. Esa presa ya no era una silueta. Ahora era un hombre de vestimenta formal, con un largo tapado negro que lo abrigaba del frío. El arma penetró por su espalda y salió por su pecho en una centésima de segundo. La víctima gritó, pero su grito se ahogo en la repentina muerte. El cuerpo quedó sin vida en el acto, y cayó desplomado al suelo. La sangre comenzó a brotar con rapidez, y El Animal™ guardó su cuchillo sin limpiarlo. Para El Animal™ fue fácil. Uno más en su infinita lista.
El pobre hombre no era culpable de que El Animal™ estuviera enfermo de la cabeza, pero El Animal™ tampoco era culpable de que a la víctima le gustara pasear de noche, por lugares que parecen estar construidos especialmente para morir.