domingo, 11 de septiembre de 2011

Muerte a la vista

Por la puerta de la oficina había comenzado a entrar humo; un espeso humo negro que acababa con el oxígeno. El hombre no podía salir al pasillo, pues de allí venía toda la densa humareda. El edificio se incendiaba. Varias explosiones habían sido la causa, pero eso poco importaba. Él tenía que salir de ahí como sea. El problema: se hallaba en el piso 47, con el mismo edificio en llamas. No ascensores, no iban a funcionar; ni mamado escaleras, menos tosiendo y a ciegas.
El avión ya había estallado y los cuerpos de sus tripulantes estaban incinerados. Atentado, se le dice por estos tiempos.
La oficina ya se encontraba nebulosa, los ojos le ardían y cada vez menos aire entraba en sus pulmones. Era un estado de crisis para el hombre.
Una ventana es un posible escape en una casa de familia, o, si se quiere, en los primeros pisos de un edificio. No así lo era en ese piso 47. Aunque, de repente, eso paso a ser para él una opción considerable. Era una ecuación simple: mientras más humo y menos aire, más ventana era la solución.
Su instinto por escapar de aquel horror, finalmente, lo hizo saltar por aquella ventana. Pero ese instinto fue traicionero. También lo hizo olvidar de que se encontraba a 150 metros de altura. Ya tarde para lamentos, ahora lo esperaba una sólida superficie de asfalto.
En su caída no pudo hacer más que gritar y sentir un helado aire en la cara. Una sensación experimentada por pocos, y muy pocos de esos pocos viven para describirla. De todas formas, él nunca iba a poder hacerlo.
Nunca habría pensado que aquel 11 de Septiembre de 2001, día en el que se había levantado de muy buen humor, era su último día de vida. Aunque, si mientras caía hubiese tenido tiempo de pensar, seguro habría querido saber el por qué de su muerte. No pudo saberlo. No pudo enterarse de que fue víctima de una maliciosa y perversa conspiración política. De que fue un muerto más en el bolsillo de los malvados amos del poder. De que su muerte fue una unidad más que se sumó a la cifra de muertos de un atentado que hizo temblar al mundo entero. Pero menos hubiese podido saber que el motivo de aquello nunca iba a esclarecerse. Porque los titiriteros de todo eso lo hicieron muy bien; tan bien que hoy caminan por la calle comiendo pochoclo.
De haberse enterado, seguro hubiese querido reclamar justicia. Pero cómo iba él a hacerlo, si en ese momento lo máximo que pudo hacer fue reventarse contra el suelo.

2 comentarios:

Onom Atop Eya dijo...

Como siempre, las personas con rostro, nombre y familia, son las que se sacrifican a granel en el tablero del poder. Dos aviones y dos torres son solo una partida más del mismo juego...

Lojodio A. Lojotáreo dijo...

Al fin y al cabo, somos los peones las fichas que comenzamos más expuestas en cada partida.