miércoles, 30 de mayo de 2012

Entretiempo


El árbol era arrugado, húmedo y arrugado, como el cuajo o como una corteza de pan mojada en la leche; las zapatillas resbalaban al mínimo movimiento; la ropa se empapaba al instante. Sus hojas colgaban casi con asco, tratando de alejarse cuanto podían de aquel tronco lloroso; soñaban toda su vida con el otoño, con morir cayendo lejos de su mohoso captor; el bosque se retraía en un claro como un paréntesis en el trazo del paisaje. Solo aquel taciturno muchacho insistía en penetrar en su copa, alcanzar sus ramas más altas, recostarse en su tronco y mirar a las estrellas que se burlaban desde las alturas. Tal vez sólo él comprendía que esas melancólicas emanaciones eran el llanto eterno por el implacable devenir de las horas; o quizás eran una forma de congelar el tiempo, de sustraer su taciturna estampa de las voraces arenas en que se desgranan los días.
Solo un día comprendió que la mejor forma de vivir a la ribera del tiempo es en el remanso que se forma en los labios de una mujer cuando susurra su amor en tus labios.

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